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Contexto físico |

El Carbunclo Azul
Por Arthur Conan Doyle
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Dos
días después de la Navidad, pasé a visitar a mi amigo Sherlock Holmes con la
intención de transmitirle las felicitaciones propias de la época. Lo encontré
tumbado en el sofá, con una bata morada, el colgador de las pipas a su
derecha y un montón de periódicos arrugados, que evidentemente acababa de
estudiar, al alcance de la mano. Al lado del sofá había una silla de madera,
y de una esquina de su respaldo colgaba un sombrero de fieltro ajado y mugriento,
gastadísimo por el uso y roto por varias partes. Una lupa y unas pinzas
dejadas sobre el asiento indicaban que el sombrero había sido colgado allí
con el fin de examinarlo.
-Veo
que está usted ocupado -dije-. ¿Le interrumpo?
-Nada
de eso. Me alegro de tener un amigo con el que poder comentar mis
conclusiones. Se trata de un caso absolutamente trivial -señaló con el pulgar
el viejo sombrero-, pero algunos detalles relacionados con él no carecen por
completo de interés, e incluso resultan instructivos.
Me
senté en su butaca y me calenté las manos en la chimenea, pues estaba cayendo
una buena helada y los cristales estaban cubiertos de placas de hielo.
-Supongo
-comenté- que, a pesar de su aspecto inocente, ese objeto tendrá una historia
terrible... o tal vez es la pista que le guiará a la solución de algún
misterio y al castigo de algún delito.
-No,
qué va. Nada de crímenes -dijo Sherlock Holmes, echándose a reír-. Tan sólo
uno de esos incidentes caprichosos que suelen suceder cuando tenemos cuatro millones
de seres humanos apretujados en unas pocas millas cuadradas. Entre las
acciones y reacciones de un enjambre humano tan numeroso, cualquier
combinación de acontecimientos es posible, y pueden surgir muchos pequeños
problemas que resultan extraños y sorprendentes, sin tener nada de delictivo.
Ya hemos tenido experiencias de ese tipo.
-Ya lo
creo -comenté-. Hasta el punto de que, de los seis últimos casos que he
añadido a mis archivos, hay tres completamente libres de delito, en el
aspecto legal.
-Exacto.
Se refiere usted a mi intento de recuperar los papeles de Irene Adler, al
curioso caso de la señorita Mary Sutherland, y a la aventura del hombre del
labio retorcido. Pues bien, no me cabe duda de que este asuntillo pertenece a
la misma categoría inocente. ¿Conoce usted a Peterson, el recadero?
-Sí.
-Este
trofeo le pertenece.
-¿Es su
sombrero?
-No,
no, lo encontró. El propietario es desconocido. Le ruego que no lo mire como
un sombrerucho desastrado, sino como un problema intelectual. Veamos,
primero, cómo llegó aquí. Llegó la mañana de Navidad, en compañía de un ganso
cebado que, no me cabe duda, ahora mismo se está asando en la cocina de
Peterson. Los hechos son los siguientes. A eso de las cuatro de la mañana del
día de Navidad, Peterson, que, como usted sabe, es un tipo muy honrado,
regresaba de alguna pequeña celebración y se dirigía a su casa bajando por
Tottenham Court Road. A la luz de las farolas vio a un hombre alto que
caminaba delante de él, tambaleándose un poco y con un ganso blanco al hombro.
Al llegar a la esquina de Goodge Street, se produjo una trifulca entre este
desconocido y un grupillo de maleantes. Uno de éstos le quitó el sombrero de
un golpe; el desconocido levantó su bastón para defenderse y, al enarbolarlo
sobre su cabeza, rompió el escaparate de la tienda que tenía detrás. Peterson
había echado a correr para defender al desconocido contra sus agresores, pero
el hombre, asustado por haber roto el escaparate y viendo una persona de
uniforme que corría hacia él, dejó caer el ganso, puso pies en polvorosa y se
desvaneció en el laberinto de callejuelas que hay detrás de Tottenham Court
Road. También los matones huyeron al ver aparecer a Peterson, que quedó dueño
del campo de batalla y también del botín de guerra, formado por este destartalado
sombrero y un impecable ejemplar de ganso de Navidad.
-¿Cómo
es que no se los devolvió a su dueño?
-Mi
querido amigo, en eso consiste el problema. Es cierto que en una tarjetita
atada a la pata izquierda del ave decía «Para la señora de Henry Baker», y
también es cierto que en el forro de este sombrero pueden leerse las
iniciales «H. B.»; pero como en esta ciudad nuestra existen varios miles de
Bakers y varios cientos de Henry Bakers, no resulta nada fácil devolverle a
uno de ellos sus propiedades perdidas.
-¿Y qué
hizo entonces Peterson?
-La
misma mañana de Navidad me trajo el sombrero y el ganso, sabiendo que a mí me
interesan hasta los problemas más insignificantes. Hemos guardado el ganso
hasta esta mañana, cuando empezó a dar señales de que, a pesar de la helada,
más valía comérselo sin retrasos innecesarios. Así pues, el hombre que lo
encontró se lo ha llevado para que cumpla el destino final de todo ganso, y
yo sigo en poder del sombrero del desconocido caballero que se quedó sin su
cena de Navidad.
-¿No
puso ningún anuncio?
-No.
-¿Y qué
pistas tiene usted de su identidad?
-Sólo
lo que podemos deducir.
-¿De su
sombrero?
-Exactamente.
-Está
usted de broma. ¿Qué se podría sacar de esa ruina de fieltro?
-Aquí
tiene mi lupa. Ya conoce usted mis métodos. ¿Qué puede deducir usted
referente a la personalidad del hombre que llevaba esta prenda?
Tomé el
pingajo en mis manos y le di un par de vueltas de mala gana. Era un vulgar
sombrero negro de copa redonda, duro y muy gastado. El forro había sido de seda
roja, pero ahora estaba casi completamente descolorido. No llevaba el nombre
del fabricante, pero, tal como Holmes había dicho, tenía garabateadas en un
costado las iniciales «H. B.». El ala tenía presillas para sujetar una goma
elástica, pero faltaba ésta. Por lo demás, estaba agrietado, lleno de polvo y
cubierto de manchas, aunque parecía que habían intentado disimular las partes
descoloridas pintándolas con tinta.
-No veo
nada -dije, devolviéndoselo a mi amigo.
-Al
contrario, Watson, lo tiene todo a la vista. Pero no es capaz de razonar a
partir de lo que ve. Es usted demasiado tímido a la hora de hacer
deducciones.
-Entonces,
por favor, dígame qué deduce usted de este sombrero.
Lo
cogió de mis manos y lo examinó con aquel aire introspectivo tan característico.
-Quizás
podría haber resultado más sugerente -dijo-, pero aun así hay unas cuantas
deducciones muy claras, y otras que presentan, por lo menos, un fuerte saldo
de probabilidad. Por supuesto, salta a la vista que el propietario es un
hombre de elevada inteligencia, y también que hace menos de tres años era
bastante rico, aunque en la actualidad atraviesa malos momentos. Era un
hombre previsor, pero ahora no lo es tanto, lo cual parece indicar una
regresión moral que, unida a su declive económico, podría significar que
sobre él actúa alguna influencia maligna, probablemente la bebida. Esto
podría explicar también el hecho evidente de que su mujer ha dejado de
amarle.
-¡Pero...
Holmes, por favor!
-Sin
embargo, aún conserva un cierto grado de amor propio -continuó, sin hacer
caso de mis protestas-. Es un hombre que lleva una vida sedentaria, sale
poco, se encuentra en muy mala forma física, de edad madura, y con el pelo
gris, que se ha cortado hace pocos días y en el que se aplica fijador. Éstos
son los datos más aparentes que se deducen de este sombrero. Además, dicho
sea de paso, es sumamente improbable que tenga instalación de gas en su casa.
-Se
burla usted de mí, Holmes.
-Ni
muchos menos. ¿Es posible que aún ahora, cuando le acabo de dar los resultados,
sea usted incapaz de ver cómo los he obtenido?
-No
cabe duda de que soy un estúpido, pero tengo que confesar que soy incapaz de
seguirle. Por ejemplo: ¿de dónde saca que el hombre es inteligente?
A modo
de respuesta, Holmes se encasquetó el sombrero en la cabeza. Le cubría por
completo la frente y quedó apoyado en el puente de la nariz.
-Cuestión
de capacidad cúbica -dijo-. Un hombre con un cerebro tan grande tiene que
tener algo dentro.
-¿Y su
declive económico?
-Este
sombrero tiene tres años. Fue por entonces cuando salieron estas alas planas
y curvadas por los bordes. Es un sombrero de la mejor calidad. Fíjese en la
cinta de seda con remates y en la excelente calidad del forro. Si este hombre
podía permitirse comprar un sombrero tan caro hace tres años, y desde
entonces no ha comprado otro, es indudable que ha venido a menos.
-Bueno,
sí, desde luego eso está claro. ¿Y eso de que era previsor, y lo de la
regresión moral?
Sherlock
Holmes se echó a reír.
-Aquí
está la precisión -dijo, señalando con el dedo la presilla para enganchar la
goma sujetasombreros-. Ningún sombrero se vende con esto. El que nuestro
hombre lo hiciera poner es señal de un cierto nivel de previsión, ya que se
tomó la molestia de adoptar esta precaución contra el viento. Pero como vemos
que desde entonces se le ha roto la goma y no se ha molestado en cambiarla,
resulta evidente que ya no es tan previsor como antes, lo que demuestra
claramente que su carácter se debilita. Por otra parte, ha procurado
disimular algunas de las manchas pintándolas con tinta, señal de que no ha
perdido por completo su amor propio.
-Desde
luego, es un razonamiento plausible.
-Los
otros detalles, lo de la edad madura, el cabello gris, el reciente corte de
pelo y el fijador, se advierten examinando con atención la parte inferior del
forro. La lupa revela una gran cantidad de puntas de cabello, limpiamente
cortadas por la tijera del peluquero. Todos están pegajosos, y se nota un
inconfundible olor a fijador. Este polvo, fíjese usted, no es el polvo gris y
terroso de la calle, sino la pelusilla parda de las casas, lo cual demuestra
que ha permanecido colgado dentro de casa la mayor parte del tiempo; y las
manchas de sudor del interior son una prueba palpable de que el propietario
transpira abundantemente y, por lo tanto, difícilmente puede encontrarse en
buena forma física.
-Pero
lo de su mujer... dice usted que ha dejado de amarle.
-Este
sombrero no se ha cepillado en semanas. Cuando le vea a usted, querido
Watson, con polvo de una semana acumulado en el sombrero, y su esposa le deje
salir en semejante estado, también sospecharé que ha tenido la desgracia de
perder el cariño de su mujer.
-Pero
podría tratarse de un soltero.
-No,
llevaba a casa el ganso como ofrenda de paz a su mujer. Recuerde la tarjeta
atada a la pata del ave.
-Tiene
usted respuesta para todo. Pero ¿cómo demonios ha deducido que no hay
instalación de gas en su casa?
-Una
mancha de sebo, e incluso dos, pueden caer por casualidad; pero cuando veo
nada menos que cinco, creo que existen pocas dudas de que este individuo
entra en frecuente contacto con sebo ardiendo; probablemente, sube las
escaleras cada noche con el sombrero en una mano y un candil goteante en la
otra. En cualquier caso, un aplique de gas no produce manchas de sebo. ¿Está
usted satisfecho?
-Bueno,
es muy ingenioso -dije, echándome a reír-. Pero, puesto que no se ha cometido
ningún delito, como antes decíamos, y no se ha producido ningún daño, a
excepción del extravío de un ganso, todo esto me parece un despilfarro de
energía.
Sherlock
Holmes había abierto la boca para responder cuando la puerta se abrió de par
en par y Peterson el recadero entró en la habitación con el rostro enrojecido
y una expresión de asombro sin límites.
-¡El
ganso, señor Holmes! ¡El ganso, señor! -decía jadeante.
-¿Eh?
¿Qué pasa con él? ¿Ha vuelto a la vida y ha salido volando por la ventana de
la cocina? -Holmes rodó sobre el sofá para ver mejor la cara excitada del
hombre.
-¡Mire,
señor! ¡Vea lo que ha encontrado mi mujer en el buche! -extendió la mano y
mostró en el centro de la palma una piedra azul de brillo deslumbrador,
bastante más pequeña que una alubia, pero tan pura y radiante que centelleaba
como una luz eléctrica en el hueco oscuro de la mano.
Sherlock
Holmes se incorporó lanzando un silbido.
-¡Por Júpiter,
Peterson! -exclamó-. ¡A eso le llamo yo encontrar un tesoro! Supongo que sabe
lo que tiene en la mano.
-¡Un
diamante, señor! ¡Una piedra preciosa! ¡Corta el cristal como si fuera
masilla!
-Es más
que una piedra preciosa. Es la piedra preciosa.
-¿No se
referirá al carbunclo azul de la condesa de Morcar? -exclamé yo.
-Precisamente.
No podría dejar de reconocer su tamaño y forma, después de haber estado
leyendo el anuncio en el Times tantos días seguidos. Es una piedra
absolutamente única, y sobre su valor sólo se pueden hacer conjeturas, pero
la recompensa que se ofrece, mil libras esterlinas, no llega ni a la vigésima
parte de su precio en el mercado.
-¡Mil
libras! ¡Santo Dios misericordioso! -el recadero se desplomó sobre una silla,
mirándonos alternativamente a uno y a otro.
-Ésa es
la recompensa, y tengo razones para creer que existen consideraciones
sentimentales en la historia de esa piedra que harían que la condesa se
desprendiera de la mitad de su fortuna con tal de recuperarla.
-Si no
recuerdo mal, desapareció en el hotel Cosmopolitan -comenté.
-Exactamente,
el 22 de diciembre, hace cinco días. John Horner, fontanero, fue acusado de
haberla sustraído del joyero de la señora. Las pruebas en su contra eran tan
sólidas que el caso ha pasado ya a los tribunales. Creo que tengo por aquí un
informe -rebuscó entre los periódicos, consultando las fechas, hasta que
seleccionó uno, lo dobló y leyó el siguiente párrafo:
«Robo
de joyas en el hotel Cosmopolitan. John Horner, de 26 años, fontanero, ha
sido detenido bajo la acusación de haber sustraído, el 22 del corriente, del
joyero de la condesa de Morcar, la valiosa piedra conocida como "el
carbunclo azul". James Ryder, jefe de servicio del hotel, declaró que el
día del robo había conducido a Horner al gabinete de la condesa de Morcar,
para que soldara el segundo barrote de la rejilla de la chimenea, que estaba
suelto. Permaneció un rato junto a Horner, pero al cabo de algún tiempo tuvo
que ausentarse. Al regresar comprobó que Horner había desaparecido, que el
escritorio había sido forzado y que el cofrecillo de tafilete en el que,
según se supo luego, la condesa acostumbraba a guardar la joya, estaba
tirado, vacío, sobre el tocador. Ryder dio la alarma al instante, y Horner
fue detenido esa misma noche, pero no se pudo encontrar la piedra en su poder
ni en su domicilio. Catherine Cusack, doncella de la condesa, declaró haber
oído el grito de angustia que profirió Ryder al descubrir el robo, y haber
corrido a la habitación, donde se encontró con la situación ya descrita por
el anterior testigo. El inspector Bradstreet, de la División B, confirmó la
detención de Horner, que se resistió violentamente y declaró su inocencia en
los términos más enérgicos. Al existir constancia de que el detenido había
sufrido una condena anterior por robo, el magistrado se negó a tratar
sumariamente el caso, remitiéndolo a un tribunal superior. Horner, que dio
muestras de intensa emoción durante las diligencias, se desmayó al oír la
decisión y tuvo que ser sacado de la sala.»
-¡Hum!
Hasta aquí, el informe de la policía -dijo Holmes, pensativo-. Ahora, la
cuestión es dilucidar la cadena de acontecimientos que van desde un joyero
desvalijado, en un extremo, al buche de un ganso en Tottenham Court Road, en
el otro. Como ve, Watson, nuestras pequeñas deducciones han adquirido de
pronto un aspecto mucho más importante y menos inocente. Aquí está la piedra;
la piedra vino del ganso y el ganso vino del señor Henry Baker, el caballero
del sombrero raído y todas las demás características con las que le he estado
aburriendo. Así que tendremos que ponernos muy en serio a la tarea de
localizar a este caballero y determinar el papel que ha desempeñado en este
pequeño misterio. Y para eso, empezaremos por el método más sencillo, que sin
duda consiste en poner un anuncio en todos los periódicos de la tarde. Si
esto falla, recurriremos a otros métodos.
-¿Qué
va usted a decir?
-Deme
un lápiz y esa hoja de papel. Vamos a ver: «Encontrados un ganso y un
sombrero negro de fieltro en la esquina de Goodge Street. El señor Henry
Baker puede recuperarlos presentándose esta tarde a las 6,30 en el 221 B de
Baker Street». Claro y conciso.
-Mucho.
Pero ¿lo verá él?
-Bueno,
desde luego mirará los periódicos, porque para un hombre pobre se trata de
una pérdida importante. No cabe duda de que se asustó tanto al romper el
escaparate y ver acercarse a Peterson que no pensó más que en huir; pero
luego debe de haberse arrepentido del impulso que le hizo soltar el ave. Pero
además, al incluir su nombre nos aseguramos de que lo vea, porque todos los
que le conozcan se lo harán notar. Aquí tiene, Peterson, corra a la agencia y
que inserten este anuncio en los periódicos de la tarde.
-¿En
cuáles, señor?
-Oh,
pues en el Globe, el Star, el Pall Mall, la St.James
Gazette, el Evening News, el Standard, el Echo y
cualquier otro que se le ocurra.
-Muy
bien, señor. ¿Y la piedra?
-Ah,
sí, yo guardaré la piedra. Gracias. Y oiga, Peterson, en el camino de vuelta
compre un ganso y tráigalo aquí, porque tenemos que darle uno a este caballero
a cambio del que se está comiendo su familia.
Cuando
el recadero se hubo marchado, Holmes levantó la piedra y la miró al trasluz.
-¡Qué
maravilla! -dijo-. Fíjese cómo brilla y centellea. Por supuesto, esto es como
un imán para el crimen, lo mismo que todas las buenas piedras preciosas. Son
el cebo favorito del diablo. En las piedras más grandes y más antiguas, se
puede decir que cada faceta equivale a un crimen sangriento. Esta piedra aún
no tiene ni veinte años de edad. La encontraron a orillas del río Amoy, en el
sur de China, y presenta la particularidad de poseer todas las
características del carbunclo, salvo que es de color azul en lugar de rojo
rubí. A pesar de su juventud, ya cuenta con un siniestro historial. Ha habido
dos asesinatos, un atentado con vitriolo, un suicidio y varios robos, todo
por culpa de estos doce kilates de carbón cristalizado. ¿Quién pensaría que
tan hermoso juguete es un proveedor de carne para el patíbulo y la cárcel? Lo
guardaré en mi caja fuerte y le escribiré unas líneas a la condesa,
avisándole de que lo tenemos.
-¿Cree
usted que ese Horner es inocente?
-No lo
puedo saber.
-Entonces,
¿cree usted que este otro, Henry Baker, tiene algo que ver con el asunto?
-Me
parece mucho más probable que Henry Baker sea un hombre completamente
inocente, que no tenía ni idea de que el ave que llevaba valía mucho más que
si estuviera hecha de oro macizo. No obstante, eso lo comprobaremos mediante
una sencilla prueba si recibimos respuesta a nuestro anuncio.
-¿Y
hasta entonces no puede hacer nada?
-Nada.
-En tal
caso, continuaré mi ronda profesional, pero volveré esta tarde a la hora
indicada, porque me gustaría presenciar la solución a un asunto tan
embrollado.
-Encantado
de verle. Cenaré a las siete. Creo que hay becada. Por cierto que, en vista
de los recientes acontecimientos, quizás deba decirle a la señora Hudson que
examine cuidadosamente el buche.
Me
entretuve con un paciente, y era ya más tarde de las seis y media cuando pude
volver a Baker Street. Al acercarme a la casa vi a un hombre alto con boina
escocesa y chaqueta abotonada hasta la barbilla, que aguardaba en el
brillante semicírculo de luz de la entrada. Justo cuando yo llegaba, la
puerta se abrió y nos hicieron entrar juntos a los aposentos de Holmes.
-El
señor Henry Baker, supongo -dijo Holmes, levantándose de su butaca y
saludando al visitante con aquel aire de jovialidad espontánea que tan fácil
le resultaba adoptar-. Por favor, siéntese aquí junto al fuego, señor Baker.
Hace frío esta noche, y veo que su circulación se adapta mejor al verano que
al invierno. Ah, Watson, llega usted muy a punto. ¿Es éste su sombrero, señor
Baker?
-Sí,
señor, es mi sombrero, sin duda alguna
Era un
hombre corpulento, de hombros cargados, cabeza voluminosa y un rostro amplio
e inteligente, rematado por una barba puntiaguda, de color castaño canoso. Un
toque de color en la nariz y las mejillas, junto con un ligero temblor en su
mano extendida, me recordaron la suposición de Holmes acerca de sus hábitos.
Su levita, negra y raída, estaba abotonada hasta arriba, con el cuello
alzado, y sus flacas muñecas salían de las mangas sin que se advirtieran
indicios de puños ni de camisa. Hablaba en voz baja y entrecortada, eligiendo
cuidadosamente sus palabras, y en general daba la impresión de un hombre culto
e instruido, maltratado por la fortuna.
-Hemos
guardado estas cosas durante varios días -dijo Holmes- porque esperábamos ver
un anuncio suyo, dando su dirección. No entiendo cómo no puso usted el
anuncio.
Nuestro
visitante emitió una risa avergonzada.
-No
ando tan abundante de chelines como en otros tiempos -dijo-. Estaba
convencido de que la pandilla de maleantes que me asaltó se había llevado mi
sombrero y el ganso. No tenía intención de gastar más dinero en un vano
intento de recuperarlos.
-Es muy
natural. A propósito del ave... nos vimos obligados a comérnosla.
-¡Se la
comieron! -nuestro visitante estaba tan excitado que casi se levantó de la
silla.
-Sí; de
no hacerlo no le habría aprovechado a nadie. Pero supongo que este otro ganso
que hay sobre el aparador, que pesa aproximadamente lo mismo y está
perfectamente fresco, servirá igual de bien para sus propósitos.
-¡Oh,
desde luego, desde luego! -respondió el señor Baker con un suspiro de alivio.
-Por
supuesto, aún tenemos las plumas, las patas, el buche y demás restos de su
ganso, así que si usted quiere...
El
hombre se echó a reír de buena gana.
-Podrían
servirme como recuerdo de la aventura -dijo-, pero aparte de eso, no veo de
qué utilidad me iban a resultar los disjecta membra de mi difunto
amigo. No, señor, creo que, con su permiso, limitaré mis atenciones a la
excelente ave que veo sobre el aparador.
Sherlock
Holmes me lanzó una intensa mirada de reojo, acompañada de un encogimiento de
hombros.
-Pues
aquí tiene usted su sombrero, y aquí su ave -dijo-. Por cierto, ¿le
importaría decirme dónde adquirió el otro ganso? Soy bastante aficionado a
las aves de corral y pocas veces he visto una mejor criada.
-Desde
luego, señor -dijo Baker, que se había levantado, con su recién adquirida
propiedad bajo el brazo-. Algunos de nosotros frecuentamos el mesón Alpha,
cerca del museo... Durante el día, sabe usted, nos encontramos en el museo
mismo. Este año, el patrón, que se llama Windigate, estableció un Club del
Ganso, en el que, pagando unos pocos peniques cada semana, recibiríamos un
ganso por Navidad. Pagué religiosamente mis peniques, y el resto ya lo conoce
usted. Le estoy muy agradecido, señor, pues una boina escocesa no resulta
adecuada ni para mis años ni para mi carácter discreto.
Con
cómica pomposidad, nos dedicó una solemne reverencia y se marchó por su
camino.
-Con
esto queda liquidado el señor Henry Baker -dijo Holmes, después de cerrar la
puerta tras él-. Es indudable que no sabe nada del asunto. ¿Tiene usted
hambre, Watson?
-No
demasiada.
-Entonces,
le propongo que aplacemos la cena y sigamos esta pista mientras aún esté
fresca.
-Con
mucho gusto.
Hacía
una noche muy cruda, de manera que nos pusimos nuestros gabanes y nos
envolvimos el cuello con bufandas. En el exterior, las estrellas brillaban
con luz fría en un cielo sin nubes, y el aliento de los transeúntes despedía
tanto humo como un pistoletazo. Nuestras pisadas resonaban fuertes y secas
mientras cruzábamos el barrio de los médicos, Wimpole Street, Harley Street y
Wigmore Street, hasta desembocar en Oxford Street. Al cabo de un cuarto de
hora nos encontrábamos en Bloomsbury, frente al mesón Alpha, que es un
pequeño establecimiento público situado en la esquina de una de las calles
que se dirigen a Holborn. Holmes abrió la puerta del bar y pidió dos vasos de
cerveza al dueño, un hombre de cara colorada y delantal blanco.
-Su
cerveza debe de ser excelente, si es tan buena como sus gansos -dijo.
-¡Mis
gansos! -el hombre parecía sorprendido.
-Sí.
Hace tan sólo media hora, he estado hablando con el señor Henry Baker, que es
miembro de su Club del Ganso.
-¡Ah,
ya comprendo! Pero, verá usted, señor, los gansos no son míos.
-¿Ah,
no? ¿De quién son, entonces?
-Bueno,
le compré las dos docenas a un vendedor de Covent Garden.
-¿De
verdad? Conozco a algunos de ellos. ¿Cuál fue?
-Se
llama Breckinridge.
-¡Ah!
No le conozco. Bueno, a su salud, patrón, y por la prosperidad de su casa.
Buenas noches.
-Y
ahora, vamos por el señor Breckinridge -continuó, abotonándose el gabán
mientras salíamos al aire helado de la calle-. Recuerde, Watson, que aunque
tengamos a un extremo de la cadena una cosa tan vulgar como un ganso, en el
otro tenemos un hombre que se va a pasar siete años de trabajos forzados, a
menos que podamos demostrar su inocencia. Es posible que nuestra investigación
confirme su culpabilidad; pero, en cualquier caso, tenemos una línea de
investigación que la policía no ha encontrado y que una increíble casualidad
ha puesto en nuestras manos. Sigámosla hasta su último extremo. ¡Rumbo al
sur, pues, y a paso ligero!
Atravesamos
Holborn, bajando por Endell Street, y zigzagueamos por una serie de
callejuelas hasta llegar al mercado de Covent Garden. Uno de los puestos más
grandes tenía encima el rótulo de Breckinridge, y el dueño, un hombre con
aspecto de caballo, de cara astuta y patillas recortadas, estaba ayudando a
un muchacho a echar el cierre.
-Buenas
noches, y fresquitas -dijo Holmes.
El
vendedor asintió y dirigió una mirada inquisitiva a mi compañero.
-Por lo
que veo, se le han terminado los gansos -continuó Holmes, señalando los
estantes de mármol vacíos.
-Mañana
por la mañana podré venderle quinientos.
-Eso no
me sirve.
-Bueno,
quedan algunos que han cogido olor a gas.
-Oiga,
que vengo recomendado.
-¿Por
quién?
-Por el
dueño del Alpha.
-Ah,
sí. Le envié un par de docenas.
-Y de
muy buena calidad. ¿De dónde los sacó usted?
Ante mi
sorpresa, la pregunta provocó un estallido de cólera en el vendedor.
-Oiga
usted, señor -dijo con la cabeza erguida y los brazos en jarras-. ¿Adónde
quiere llegar? Me gustan las cosas claritas.
-He
sido bastante claro. Me gustaría saber quién le vendió los gansos que
suministró al Alpha.
-Y yo
no quiero decírselo. ¿Qué pasa?
-Oh, la
cosa no tiene importancia. Pero no sé por qué se pone usted así por una
nimiedad.
-¡Me
pongo como quiero! ¡Y usted también se pondría así si le fastidiasen tanto
como a mí! Cuando pago buen dinero por un buen artículo, ahí debe terminar la
cosa. ¿A qué viene tanto «¿Dónde están los gansos?» y «¿A quién le ha vendido
los gansos?» y «¿Cuánto quiere usted por los gansos?» Cualquiera diría que no
hay otros gansos en el mundo, a juzgar por el alboroto que se arma con ellos.
-Le
aseguro que no tengo relación alguna con los que le han estado interrogando
-dijo Holmes con tono indiferente-. Si no nos lo quiere decir, la apuesta se
queda en nada. Pero me considero un entendido en aves de corral y he apostado
cinco libras a que el ave que me comí es de campo.
-Pues
ha perdido usted sus cinco libras, porque fue criada en Londres -atajó el
vendedor.
-De
eso, nada.
-Le
digo yo que sí.
-No le
creo.
-¿Se
cree que sabe de aves más que yo, que vengo manejándolas desde que era un
mocoso? Le digo que todos los gansos que le vendí al Alpha eran de Londres.
-No
conseguirá convencerme.
-¿Quiere
apostar algo?
-Es
como robarle el dinero, porque me consta que tengo razón. Pero le apuesto un
soberano, sólo para que aprenda a no ser tan terco.
El
vendedor se rió por lo bajo y dijo:
-Tráeme
los libros, Bill.
El
muchacho trajo un librito muy fino y otro muy grande con tapas grasientas, y
los colocó juntos bajo la lámpara.
-Y
ahora, señor Sabelotodo -dijo el vendedor-, creía que no me quedaban gansos,
pero ya verá cómo aún me queda uno en la tienda. ¿Ve usted este librito?
-Sí, ¿y
qué?
-Es la
lista de mis proveedores. ¿Ve usted? Pues bien, en esta página están los del
campo, y detrás de cada nombre hay un número que indica la página de su
cuenta en el libro mayor. ¡Veamos ahora! ¿Ve esta otra página en tinta roja?
Pues es la lista de mis proveedores de la ciudad. Ahora, fíjese en el tercer
nombre. Léamelo.
-Señora
Oakshott,117 Brixton Road... 249 -leyó Holmes.
-Exacto.
Ahora, busque esa página en el libro mayor. Holmes buscó la página indicada.
-Aquí
está: señora Oakshott, 117 Brixton Road, proveedores de huevos y pollería.
-Muy bien.
¿Cuáles la última entrada?
-Veintidós
de diciembre. Veinticuatro gansos a siete chelines y seis peniques.
-Exacto.
Ahí lo tiene. ¿Qué pone debajo?
-Vendidos
al señor Windigate, del Alpha, a doce chelines.
-¿Qué
me dice usted ahora?
Sherlock
Holmes parecía profundamente disgustado. Sacó un soberano del bolsillo y lo
arrojó sobre el mostrador, retirándose con el aire de quien está tan
fastidiado que incluso le faltan las palabras. A los pocos metros se detuvo
bajo un farol y se echó a reír de aquel modo alegre y silencioso tan
característico en él.
-Cuando
vea usted un hombre con patillas recortadas de ese modo y el «Pink’Up»
asomándole del bolsillo, puede estar seguro de que siempre se le podrá
sonsacar mediante una apuesta -dijo-. Me atrevería a decir que si le hubiera
puesto delante cien libras, el tipo no me habría dado una información tan
completa como la que le saqué haciéndole creer que me ganaba una apuesta.
Bien, Watson, me parece que nos vamos acercando al foral de nuestra
investigación, y lo único que queda por determinar es si debemos visitar a
esta señora Oakshott esta misma noche o si lo dejamos para mañana. Por lo que
dijo ese tipo tan malhumorado, está claro que hay otras personas interesadas
en el asunto, aparte de nosotros, y yo creo...
Sus
comentarios se vieron interrumpidos de pronto por un fuerte vocerío
procedente del puesto que acabábamos de abandonar. Al darnos la vuelta, vimos
a un sujeto pequeño y con cara de rata, de pie en el centro del círculo de
luz proyectado por la lámpara colgante, mientras Breckinridge, el tendero,
enmarcado en la puerta de su establecimiento, agitaba ferozmente sus puños en
dirección a la figura encogida del otro.
-¡Ya
estoy harto de ustedes y sus gansos! -gritaba-. ¡Váyanse todos al diablo! Si
vuelven a fastidiarme con sus tonterías, les soltaré el perro. Que venga aquí
la señora Oakshott y le contestaré, pero ¿a usted qué le importa? ¿Acaso le
compré a usted los gansos?
-No,
pero uno de ellos era mío -gimió el hombrecillo.
-Pues
pídaselo a la señora Oakshott.
-Ella
me dijo que se lo pidiera a usted.
-Pues,
por mí, se lo puede ir a pedir al rey de Prusia. Yo ya no aguanto más. ¡Largo
de aquí!
Dio
unos pasos hacia delante con gesto feroz y el preguntón se esfumó entre las
tinieblas.
-Ajá,
esto puede ahorrarnos una visita a Brixton Road -susurró Holmes-. Venga
conmigo y veremos qué podemos sacarle a ese tipo.
Avanzando
a largas zancadas entre los reducidos grupillos de gente que aún rondaban en
torno a los puestos iluminados, mi compañero no tardó en alcanzar al
hombrecillo y le tocó con la mano en el hombro. El individuo se volvió
bruscamente y pude ver a la luz de gas que de su cara había desaparecido todo
rastro de color.
-¿Quién
es usted? ¿Qué quiere? -preguntó con voz temblorosa.
-Perdone
usted -dijo Holmes en tono suave-, pero no he podido evitar oír lo que le
preguntaba hace un momento al tendero, y creo que yo podría ayudarle.
-¿Usted?
¿Quién es usted? ¿Cómo puede saber nada de este asunto?
-Me
llamo Sherlock Holmes, y mi trabajo consiste en saber lo que otros no saben.
-Pero
usted no puede saber nada de esto.
-Perdone,
pero lo sé todo. Anda usted buscando unos gansos que la señora Oakshott, de
Brixton Road, vendió a un tendero llamado Breckinridge, y que éste a su vez
vendió al señor Windigate, del Alpha, y éste a su club, uno de cuyos miembros
es el señor Henry Baker.
-Ah,
señor, es usted el hombre que yo necesito -exclamó el hombrecillo, con las
manos extendidas y los dedos temblorosos-. Me sería difícil explicarle el
interés que tengo en este asunto.
Sherlock
Holmes hizo señas a un coche que pasaba.
-En tal
caso, lo mejor sería hablar de ello en una habitación confortable, y no en
este mercado azotado por el viento -dijo-. Pero antes de seguir adelante,
dígame por favor a quién tengo el placer de ayudar.
El
hombre vaciló un instante.
-Me
llamo John Robinson -respondió, con una mirada de soslayo.
-No,
no, el nombre verdadero -dijo Holmes en tono amable-. Siempre resulta
incómodo tratar de negocios con un alias.
Un
súbito rubor cubrió las blancas mejillas del desconocido.
-Está
bien, mi verdadero nombre es James Ryder.
-Eso
es. Jefe de servicio del hotel Cosmopolitan. Por favor, suba al coche y
pronto podré informarle de todo lo que desea saber.
El
hombrecillo se nos quedó mirando con ojos medio asustados y medio
esperanzados, como quien no está seguro de si le aguarda un golpe de suerte o
una catástrofe. Subió por fin al coche, y al cabo de media hora nos
encontrábamos de vuelta en la sala de estar de Baker Street. No se había
pronunciado una sola palabra durante todo el trayecto, pero la respiración
agitada de nuestro nuevo acompañante y su continuo abrir y cerrar de manos
hablaban bien a las claras de la tensión nerviosa que le dominaba.
-¡Henos
aquí! -dijo Holmes alegremente cuando penetramos en la habitación-. Un buen
fuego es lo más adecuado para este tiempo. Parece que tiene usted frío, señor
Ryder. Por favor, siéntese en el sillón de mimbre. Permita que me ponga las
zapatillas antes de zanjar este asuntillo suyo. ¡Ya está! ¿Así que quiere
usted saber lo que fue de aquellos gansos?
-Sí,
señor.
-O más
bien, deberíamos decir de aquel ganso. Me parece que lo que le interesaba era
un ave concreta... blanca, con una franja negra en la cola.
Ryder
se estremeció de emoción.
-¡Oh,
señor! -exclamó-. ¿Puede usted decirme dónde fue a parar?
-Aquí.
-¿Aquí?
-Sí, y
resultó ser un ave de lo más notable. No me extraña que le interese tanto.
Como que puso un huevo después de muerta... el huevo azul más pequeño,
precioso y brillante que jamás se ha visto. Lo tengo aquí en mi museo.
Nuestro
visitante se puso en pie, tambaleándose, y se agarró con la mano derecha a la
repisa de la chimenea. Holmes abrió su caja fuerte y mostró el carbunclo
azul, que brillaba como una estrella, con un resplandor frío que irradiaba en
todas direcciones. Ryder se lo quedó mirando con las facciones contraídas,
sin decidirse entre reclamarlo o negar todo conocimiento del mismo.
-Se
acabó el juego, Ryder -dijo Holmes muy tranquilo-. Sosténgase, hombre, que se
va a caer al fuego. Ayúdele a sentarse, Watson. Le falta sangre fría para
meterse en robos impunemente. Dele un trago de brandy. Así. Ahora parece un
poco más humano. ¡Menudo mequetrefe, ya lo creo!
Durante
un momento había estado a punto de desplomarse, pero el brandy hizo subir un
toque de color a sus mejillas, y permaneció sentado, mirando con ojos
asustados a su acusador.
-Tengo
ya en mis manos casi todos los eslabones y las pruebas que podría necesitar,
así que es poco lo que puede usted decirme. No obstante, hay que aclarar ese
poco para que el caso quede completo. ¿Había usted oído hablar de esta piedra
de la condesa de Morcar, Ryder?
-Fue
Catherine Cusack quien me habló de ella -dijo el hombre con voz cascada.
-Ya
veo. La doncella de la señora. Bien, la tentación de hacerse rico de golpe y
con facilidad fue demasiado fuerte para usted, como lo ha sido antes para
hombres mejores que usted; pero no se ha mostrado muy escrupuloso en los
métodos empleados. Me parece, Ryder, que tiene usted madera de bellaco
miserable. Sabía que ese pobre fontanero, Horner, había estado complicado
hace tiempo en un asunto semejante, y que eso le convertiría en el blanco de
todas las sospechas. ¿Y qué hizo entonces? Usted y su cómplice Cusack
hicieron un pequeño estropicio en el cuarto de la señora y se las arreglaron
para que hiciesen llamar a Horner. Y luego, después de que Horner se
marchara, desvalijaron el joyero, dieron la alarma e hicieron detener a ese
pobre hombre. A continuación...
De
pronto, Ryder se dejó caer sobre la alfombra y se agarró a las rodillas de mi
compañero.
-¡Por
amor de Dios, tenga compasión! -chillaba-. ¡Piense en mi padre! ¡En mi madre!
Esto les rompería el corazón. Jamás hice nada malo antes, y no lo volveré a
hacer. ¡Lo juro! ¡Lo juro sobre la Biblia! ¡No me lleve a los tribunales! ¡Por
amor de Cristo, no lo haga!
-¡Vuelva
a sentarse en la silla! -dijo Holmes rudamente-. Es muy bonito eso de llorar
y arrastrarse ahora, pero bien poco pensó usted en ese pobre Horner, preso
por un delito del que no sabe nada.
-Huiré,
señor Holmes. Saldré del país. Así tendrán que retirar los cargos contra él.
-¡Hum!
Ya hablaremos de eso. Y ahora, oigamos la auténtica versión del siguiente
acto. ¿Cómo llegó la piedra al buche del ganso, y cómo llegó el ganso al
mercado público? Díganos la verdad, porque en ello reside su única esperanza
de salvación.
Ryder
se pasó la lengua por los labios resecos.
-Le
diré lo que sucedió, señor -dijo-. Una vez detenido Horner, me pareció que lo
mejor sería esconder la piedra cuanto antes, porque no sabía en qué momento
se le podía ocurrir a la policía registrarme a mí y mi habitación. En el
hotel no había ningún escondite seguro. Salí como si fuera a hacer un recado
y me fui a casa de mi hermana, que está casada con un tipo llamado Oakshott y
vive en Brixton Road, donde se dedica a engordar gansos para el mercado.
Durante todo el camino, cada hombre que veía se me antojaba un policía o un
detective, y aunque hacía una noche bastante fría, antes de llegar a Brixton
Road me chorreaba el sudor por toda la cara. Mi hermana me preguntó qué me
ocurría para estar tan pálido, pero le dije que estaba nervioso por el robo
de joyas en el hotel. Luego me fui al patio trasero, me fumé una pipa y traté
de decidir qué era lo que más me convenía hacer.
»En
otros tiempos tuve un amigo llamado Maudsley que se fue por el mal camino y
acaba de cumplir condena en Pentonville. Un día nos encontramos y se puso a
hablarme sobre las diversas clases de ladrones y cómo se deshacían de lo
robado. Sabía que no me delataría, porque yo conocía un par de asuntillos
suyos, así que decidí ir a Kilburn, que es donde vive, y confiarle mi
situación. Él me indicará cómo convertir la piedra en dinero. Pero ¿cómo
llegar hasta él sin contratiempos? Pensé en la angustia que había pasado
viniendo del hotel, pensando que en cualquier momento me podían detener y
registrar, y que encontrarían la piedra en el bolsillo de mi chaleco. En
aquel momento estaba apoyado en la pared, mirando a los gansos que
correteaban alrededor de mis pies, y de pronto se me ocurrió una idea para burlar
al mejor detective que haya existido en el mundo.
»Unas
semanas antes, mi hermana me había dicho que podía elegir uno de sus gansos
como regalo de Navidad, y yo sabía que siempre cumplía su palabra. Cogería
ahora mismo mi ganso y en su interior llevaría la piedra hasta Kilburn. Había
en el patio un pequeño cobertizo, y me metí detrás de él con uno de los
gansos, un magnífico ejemplar, blanco y con una franja en la cola. Lo sujeté,
le abrí el pico y le metí la piedra por el gaznate, tan abajo como pude
llegar con los dedos. El pájaro tragó, y sentí la piedra pasar por la
garganta y llegar al buche. Pero el animal forcejeaba y aleteaba, y mi
hermana salió a ver qué ocurría. Cuando me volví para hablarle, el bicho se
me escapó y regresó dando un pequeño vuelo entre sus compañeros.
»-¿Qué
estás haciendo con ese ganso, Jem? -preguntó mi hermana.
»-Bueno
-dije-, como dijiste que me ibas a regalar uno por Navidad, estaba mirando
cuál es el más gordo.
»-Oh,
ya hemos apartado uno para ti -dijo ella-. Lo llamamos el ganso de Jem. Es
aquel grande y blanco. En total hay veintiséis; o sea, uno para ti, otro para
nosotros y dos docenas para vender.
»-Gracias,
Maggie -dije yo-. Pero, si te da lo mismo, prefiero ese otro que estaba
examinando.
»-El
otro pesa por lo menos tres libras más -dijo ella-, y lo hemos engordado
expresamente para ti.
»-No
importa. Prefiero el otro, y me lo voy a llevar ahora -dije.
»-Bueno,
como quieras -dijo ella, un poco mosqueada-. ¿Cuál es el que dices que
quieres?
»-Aquel
blanco con una raya en la cola, que está justo en medio.
»-De
acuerdo. Mátalo y te lo llevas.
»Así lo
hice, señor Holmes, y me llevé el ave hasta Kilburn. Le conté a mi amigo lo
que había hecho, porque es de la clase de gente a la que se le puede contar
una cosa así. Se rió hasta partirse el pecho, y luego cogimos un cuchillo y
abrimos el ganso. Se me encogió el corazón, porque allí no había ni rastro de
la piedra, y comprendí que había cometido una terrible equivocación. Dejé el
ganso, corrí a casa de mi hermana y fui derecho al patio. No había ni un
ganso a la vista.
»-¿Dónde
están todos, Maggie? -exclamé.
»-Se
los llevaron a la tienda.
»-¿A
qué tienda?
»-A la
de Breckinridge, en Covent Garden.
»-¿Había
otro con una raya en la cola, igual que el que yo me llevé? -pregunté.
»-Sí,
Jem, había dos con raya en la cola. Jamás pude distinguirlos.
»Entonces,
naturalmente, lo comprendí todo, y corrí a toda la velocidad de mis piernas
en busca de ese Breckinridge; pero ya había vendido todo el lote y se negó a
decirme a quién. Ya le han oído ustedes esta noche. Pues todas las veces ha
sido igual. Mi hermana cree que me estoy volviendo loco. A veces, yo también
lo creo. Y ahora... ahora soy un ladrón, estoy marcado, y sin haber llegado a
tocar la riqueza por la que vendí mi buena fama. ¡Que Dios se apiade de mí!
¡Que Dios se apiade de mí!
Estalló
en sollozos convulsivos, con la cara oculta entre las manos.
Se
produjo un largo silencio, roto tan sólo por su agitada respiración y por el
rítmico tamborileo de los dedos de Sherlock Holmes sobre el borde de la mesa.
Por fin, mi amigo se levantó y abrió la puerta de par en par.
-¡Váyase!
-dijo.
-¿Cómo,
señor? ¡Oh! ¡Dios le bendiga!
-Ni una
palabra más. ¡Fuera de aquí!
Y no
hicieron falta más palabras. Hubo una carrera precipitada, un pataleo en la
escalera, un portazo y el seco repicar de pies que corrían en la calle.
-Al fin
y al cabo, Watson -dijo Holmes, estirando la mano en busca de su pipa de
arcilla-, la policía no me paga para que cubra sus deficiencias. Si Horner
corriera peligro, sería diferente, pero este individuo no declarará contra
él, y el proceso no seguirá adelante. Supongo que estoy indultando a un
delincuente, pero también es posible que esté salvando un alma. Este tipo no
volverá a descarriarse. Está demasiado asustado. Métalo en la cárcel y lo
convertirá en carne de presidio para el resto de su vida. Además, estamos en
época de perdonar. La casualidad ha puesto en nuestro camino un problema de
lo más curioso y extravagante, y su solución es recompensa suficiente. Si
tiene usted la amabilidad de tirar de la campanilla, doctor, iniciaremos otra
investigación, cuyo tema principal será también un ave de corral.
De
Arthur Conan Doyle y transcrito por Luis López Nieves 2006
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¿Quién mató a S...? ver en
El ladrón y su madre
https://www.youtube.com/watch?v=4Jpip_PBRw4
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El robo
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|
Por Lic. Ricarte Tapia Vitón
Psicología del delincuente
Es la ciencia que estudia los fenómenos delictivos
y al delincuente; según los conocimientos de la medicina, la psicología, la
psicología social, la sociología, las estadísticas, las experiencias y la
tecnología.
Todo crimen puede ser una reacción descontrolada
consciente, inconsciente o simbólica frente a un estímulo y casi siempre
tiene una motivación. Por alguna razón una persona ante determinadas
circunstancias pierde el control y comete un delito.
Desde el punto de vista psicológico un criminal
es una persona con algún tipo de trastorno mental. En la gran mayoría de los
casos se trata de personas que han sufrido experiencias traumáticas de
abandono o abuso en la niñez que han alterado su proceso de pensamiento y su
conducta o criados en un ambiente con valores opuestos a las normas que rigen
en la sociedad en que viven.
Un enfoque que considere las conductas
antisociales como comportamiento con evidente base evolucionista y una visión
antropológica que considere que la sociedad ha reaccionado contra las
conductas que la amenazan y subvierten, favoreciendo las actitudes altruista
y castigando las tácticas desintegradoras, necesariamente conducirá a admitir
que el crimen tiene primordialmente una base genética.
Adrián Rain resume en los siguientes puntos las
consideraciones que enturbian el análisis de la influencia de la genética de
la conducta Antisocial.
1. […] Los genes codifican
proteína y enzimas e influencian los procesos fisiológicos cerebrales que
podrían predisponer biológicamente para determinar conductas criminales.
2. […] La conducta criminal es el producto de los
genes y del ambiente.
Por otro lado, los genetistas de la conducta no
tienen una posición radical; ellos no excluyen la importancia del ambiente,
aunque obviamente privilegian las bases biológicas de la violencia.
3. […] Una heredabilidad de los 50% para el
crimen no puede extrapolarse para inferir la conducta antisocial de un
individuo en particular.
4. […] Admitimos que se trata de una
predisposición constitucional influenciable por los parámetros sociales.
5. […] En rigor los estudios en gemelos y en
adopción, si bien están presididos por la genética informan al mismo tiempo,
que esta no explica todo.
6. […] No puede heredarse algo que es un
constructo social y legal y cuya definición está abierta a debate; sin embargo,
esto valdría para muchas enfermedades mentales.
7. […] Hay razones incontrovertibles para
sostener que los factores socioculturales son claves en el desarrollo del
crimen y todo señala que la genética actuará en un vacío si no considerara el
medio ambiente.
Párrafos
tomados del artículo “ Psicología del delincuente “ (2
de junio 2016)Leer más: http://www.monografias.com/trabajos90/psicologia-del-delincuente/psicologia-del-delincuente.shtml#ixzz4B9aY8r9V
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Implicaciones sociales del
delito de robo
Por Ricardo Contreras
La
inseguridad en Guanajuato ha desarrollado una infinidad de implicaciones
sociales hay un gran temor porque ahora existe mayor número de robos, con
violencia a las personas, comercios y casa habitación, actualmente se ha
incrementado el robo de vehículos estacionados en la vía pública. Comparando
Celaya con León hay un mayor número de delitos en Celaya e incluso con un
menor número de habitantes que en León […].
De
ahora en adelante es necesario que la autoridad redoble esfuerzos para
proteger la integridad física de las personas y la propiedad de sus bienes,
no sólo porque son derechos inalienables de los ciudadanos, sino también para
alcanzar los beneficios sociales de un ambiente de seguridad que permita la
realización de un mayor desarrollo económico y social.
Ciertamente,
muchos factores -sociales, demográficos, económicos y políticos- tienen
influencia en los niveles de criminalidad de una sociedad. En Guanajuato el
perfil delictivo derivado de las condiciones sociodemográficas de los
delincuentes, revelan que se trata de una población mayoritariamente joven.
Estas características sugieren que los criminales consideran la delincuencia
como una actividad alternativa viable con bajos costos para desarrollarla, lo
que explica su crecimiento […]
Fragmento
tomado del libro “ Informe sobre las necesidades sociales de Guanajuato” ( 2 de junio de 2016) Leer más en Biblioteca Virtual de Derecho,
Economía y Ciencias Sociales: http://www.eumed.net/libros-gratis/2007a/246/61.htm
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No hurtarás ( Éxodo 20:15)
Por “ El Perú necesita de
Fátima”
Al
condenar el robo, la ley divina nos prohíbe causar el menor daño al prójimo,
y nos manda restituir lo que poseamos injustamente.
Los
hijos pecan también cuando roban a sus padres, porque perjudican al mismo
tiempo a sus hermanos y hermanas y hacen muchas veces que recaigan sospechas
de robo sobre las personas de la casa que son inocentes.
Los
empleados no tienen derecho a dar limosna con los bienes de sus patrones, ni
a cobrarse de ellos deudas o sustracciones ocultas (cf. F. X. Schouppe S.J., «Curso abreviado de religión»,
París-México, 1906, pp. 402-403).
El séptimo
mandamiento prohíbe tomar o retener injustamente lo ajeno, o causar algún
daño al prójimo en sus bienes, de cualquier modo que sea.
Robar
quiere decir tomar injustamente el bien ajeno contra la voluntad de su dueño,
es decir, cuando éste tiene toda la razón y el derecho de no querer ser
privado de ella.
Se
prohíbe el robar porque se peca contra la justicia y se hace injuria al
prójimo, tomando o reteniendo contra su derecho y voluntad lo que le
pertenece.
Bienes
ajenos es todo lo que pertenece al prójimo, por tener la propiedad o el uso
de ello, o por guardarlo en depósito.
Se
toman injustamente los bienes ajenos de dos maneras: con el hurto y con la
rapiña. Se comete hurto cuando se toman ocultamente los bienes ajenos; se
comete rapiña cuando se toman los bienes ajenos con violencia y
manifiestamente.
Pueden
tomarse los bienes ajenos sin pecado cuando el dueño de ellos no lo lleva a
mal, o cuando injustamente no quisiese darlos, como sucedería si uno
estuviese en extrema necesidad, con tal que tomase sólo lo que le es
precisamente necesario para socorrer la urgente y extrema indigencia.
Otras
injusticias que se cometen contra los bienes del prójimo son: Hacerle perder
a uno injustamente lo que tiene, perjudicarle en sus propiedades, no trabajar
conforme al deber, no pagar por malicia las deudas y salarios debidos, herir
o matar animales que son del prójimo, dejar que se echen a perder las cosas
encomendadas, impedir a otro la consecución de cualquiera justa ganancia, dar
la mano al ladrón y recibir, esconder o comprar la cosa robada.
Robar
es pecado grave contra la justicia, cuando la materia es grave, por ser cosa
importantísima que se respete el derecho de cada cual a lo suyo, y esto para
bien de los individuos, de las familias y de la sociedad.
Al que
ha pecado contra el séptimo mandamiento no le basta la confesión, sino que
debe hacer lo que pueda para restituir lo ajeno y resarcir los perjuicios.
Resarcir
los perjuicios consiste en la compensación que ha de darse al prójimo por lo
frutos o ganancias que perdió a causa del hurto o de otras injusticias
cometidas con daño de él.
La cosa
robada se debe restituir a quien se robó, a su herederos si ya murió, y si
esto fuese verdaderamente imposible, debe gastarse el valor en beneficio de
los pobres y obras pías.
Cuando
se encuentra una cosa de gran valor debe emplearse gran diligencia en buscar
al dueño y restituirla con fidelidad (Catecismo Mayor de San Pío X,
Ed. Magisterio Español, Vitoria, 1973, pp.
60-62).
Fragmento tomado de “El Perú necesita de Fátima” ( 2 de junio de 2016). Leer más en http://www.fatima.org.pe/imprimearticulo-246-setimo-mandamiento-de-la-ley-de-dios-no-robaras |
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